FÓRCEPS

El cuarto estaba iluminado por una luz fría y yo no sabía ni cuántas personas estaban ahí. Me habían dicho que el carácter de este tipo de eventos era poco privado pero no imaginaba a qué extremo. A mi derecha estaba G tomando mi mano y su mirada me atravesaba con preocupación. A mi izquierda, El Ayudante de La Ginecóloga presionaba la parte alta de mi vientre con miedo, vergüenza y una expresión de tener claro que no sabía lo que estaba haciendo.

Treinta y siete semanas antes, la primavera era joven y yo tenía más de quince días de retraso. Ni el sueño que me noqueaba a la mitad de las reuniones sociales nocturnas, ni la exagerada hinchazón de mis pechos me habían hecho sospechar que podría estar embarazada. Fue una mañana de sábado en la que no podía salir de la cama que G  desesperó y dijo: “Voy por una prueba”. Todavía me atreví a asegurarle que gastaría en vano porque no había manera que estuviera embarazada: llevaba cinco años tomando religiosamente la píldora. No contaba con que el cambio de marca que La Ginecóloga había sugerido recientemente me jugaría una mala pasada.

Cuando G regresó, la luz de la tarde ya entraba por las ventanas. Oriné con confianza sobre el dispositivo, salí del baño y cuando pasaron los minutos necesarios, regresé a verla. Cuando noté bien marcadas dos líneas rosas sobre sus ventanitas, sentí urgencia por borrarlas con mi dedo y supe que nada de lo que pudiera hacer cambiaría lo que ya era. Salí sacudiendo el artilugio y la voz me temblaba mientras decía: “No lo puedo creer, es positivo”. G me quitó la prueba de la mano y la tiró a la basura. Tuvimos una plática de qué procedía (un análisis de sangre, una cita con La Ginecóloga y luego ya veríamos) y tratamos de pasar la tarde normalmente. Yo me sumergí en las traducciones que tenía pendientes y él se puso a ver una película, pero la incertidumbre nos abrazó en las horas subsecuentes.

El primer ultrasonido arrojó una imagen que “parecía un saco amniótico bien formado pero sin producto reconocible”. La Ginecóloga mandó hacer pruebas de sangre con una semana de diferencia para asegurarse que no era un “embarazo psicológico”. Resulta que éstos no tienen nada que ver con una predisposición mental y es más bien una condición trunca del embarazo. Lloré seis días seguidos pensando que después de todo el numerito iba a terminar con un legrado y no con un bebé. Cuando por fin me entregaron los resultados de los niveles de hCG –que correspondían adecuadamente al tiempo de gestación–, G estaba de viaje por trabajo y me llamó para saber.

– “Sí se duplicaron los valores”, le dije riendo de nervios y él se puso a gritar ” ¡Voy a ser padre, voy a ser padre!” a los desconocidos que iban pasando y lo felicitaban por contagio de su alegría. No lo habíamos buscado, pero los días de duda habían hecho fehaciente que lo deseábamos. Aunque desde los veinte años negaba mi instinto materno, desde que empezamos a vivir juntos G y yo habíamos estado invocando a un niño –que tendría mis ojos y su mirada– con quien redescubriríamos la inocencia.

El embarazo transcurrió feliz y normalmente. Decidimos que nuestro bebé se llamaría H. Nos instruimos incansablemente en el tema. Libros, cursos, videos. Estando en el quirófano esa fría madrugada de finales de diciembre, no podía creer que yo no estuviera siendo capaz de sacar a mi hijo de mi cuerpo. No era mi culpa: habían aplicado la epidural demasiado tarde y aún con todas mis preparaciones, era muy novata para calcular esos detalles.

– “Ya está encajado y ya no puedo hacer cesárea. Si no sale pronto vamos a tener que usar los fórceps”, me dijo La Ginecóloga con tono de maestra regañona. 

Pujé y volví a pujar pero todo era inútil: evidentemente el monitor no era preciso y el momento en que registraba las contracciones no era adecuado. Mi bebé ya se había cansado de empujar también. Así que La Ginecóloga sacó su instrumento postmedieval, lo encajó en mi vagina causando más desgarre del necesario y jaló de la cabecita a H. Cuando su llanto debió invadir la sala, fue el grito de El Ayudante el que retumbó en las pieles de todos: “Parece que va a salir otro bebé”. La Ginecóloga se asomó para confirmar un nuevo coronamiento, pero este ya no lo tuvo que asistir. I salió solita.  

Ví la expresión en la cara de G que de lívida pasó a transparente y temí que se desmayara. Luego me di cuenta que yo veía todo desde arriba, como espectadora externa de algo que le pasaba a otra mujer. Mi mente empezó a tratar de explicar lo que había sucedido. Quizás el uso de los forceps había desdoblado la existencia de mi bebé en dos. Después me empecé a culpar por acceder al cambio de pastillas, por haberme dejado poner la epidural, por no haber sido fuerte para resistir el dolor, por nunca pensar que algo podía ser distinto a como yo había imaginado. 

Al parecer no era la única que estaba en ese tenor. “I nunca se dejó ver en los ultrasonidos, sabía que esto pasaba pero tampoco escuchamos nunca dos corazones”, se disculpaba La Ginecóloga mientras limpiaban a los bebés y a mí me preparaban para la recuperación. H todavía no lloraba. Hubo necesidad de ponerlo en respiración asistida. 

Los estudios arrojaron que el corazón de I era demasiado débil y, aunque el de H tenía toda la perfección que le faltaba al de su hermana, en sus pulmones había malformaciones graves y la falta de oxígeno había afectado su cerebro de forma irreversible. H nunca podría respirar por sí solo y por ello donaría a I su corazón. 

Antes de la cirugía, nos tomamos fotos con H e I juntos y también una cada quién sólo con H. Su cabecita tenía la marca de los forceps. Le puse un gorrito blanco para disimularlo. Entre la cirugía de mis dos bebés y la recuperación de I, tuvimos una ceremonia íntima para cremar a H en la capilla del hospital: sólo estuvimos ahí G, yo, mis papás y los suyos. Fue nuestro primer momento juntos como familia extendida.   

Después de muchas semanas y vueltas al hospital como turnos tuvieron esos días, salimos de ahí por fin con I en brazos, una mañana de primavera prematura llena de promesas de felicidad.

Como un fortuito recordatorio eterno para ella, la cicatriz de la cirugía que quedó en su pecho. 

Y nosotros hemos visto crecer una niña con corazón de niño.

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