Aislamiento

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Ilustración: Olga Wysopal 

La cuenta de los días se pierde. Igual, no se puede ser tan radical. A algo hay que salir cada tanto, aunque sea rápido y con el rostro cubierto –  con lo mucho que me horrorizó la primera vez que supe que los chinos usaban, de manera regular, mascarillas N-95 para protegerse de la mala calidad del aire. Quién me iba a decir que nos tocaría pronto.

Todo está conectado.

Como sea, esto de no poder ir a ningún lado más que muy cerca y a lo indispensable, vuelve evidente que cuando ya se hacía la vida “normal” en 3 km2, limitarla un poco más, no duele tanto.

Antes de todo esto, viví mis propios procesos de distanciamiento. De las colonias hip, de las oficinas, de las fiestas de las marcas de lujo, de los restaurantes de moda, de muchos círculos sociales e incluso de la vida familiar extensa. Hace ya muchos años que vivo en aislamiento: del bullicio de la ciudad, de las modas, del consumo innecesario y de cualquier tipo de comunidad o compromiso que no sea absolutamente inevitable (o genuinamente disfrutable). Hace tiempo que yo me quedo, por voluntad propia, en casa.

Supongo que tiene que ver con mi condición de madre de familia y con mi edad. Hay un punto de la vida en el cual la energía y la atención no da para tanto, sobre todo cuando lo fundamental requiere todo lo que podamos dar – y más. Sorpresivamente, lo que practiqué de forma torpe y atropellada estos años –  meditación, cocina, housewifeismo, escritura, vaya, hasta el acompañamiento maternal mismo, empieza a fluir mejor que nunca. Verlos más y más tiempo permite observar de forma cercana cómo les salen los dientes, cuán rápido les crece el pelo – y hasta los pies – y es aún más fascinante que cuando eran bebés.

Y aunque en la cotidianidad no lo resienta – tanto – el helicóptero que pasa varias veces al día sobre el vecindario recuerda que nada está igual que antes y que no podemos saber cómo será el después. Lo hace evidente también el tiempo, que a capricho cambia de velocidad. Unos días desenfrenado, dejando notar el paso de las horas como entre pestañeos y otros aletargado, haciendo los minutos tediosos como aquellos que se prolongan fastidiosamente mientras observamos ansiosos los segundos antes de que lleguen a su final.

Escribí un poema. Lo empecé hace más de un mes – cuando se anunció la emergencia– y decidí darlo por terminado el fin de semana pasado. Lo repartí entre gente cercana por Whatsapp. Llevo más de un año escribiendo poesía pero la he compartido poco. Aproveché para salir del clóset de los poetas en un momento que sabía que el hecho pasaría bien desapercibido.

Siempre se puede culpar a la cuarentena de vivir una especie de estado de demencia temporal. Imaginé cómo percibirían varios el texto. Solo esto nos faltaba. Empezar a recibir, entre memes y stickers, infografías y videos, exabruptos literarios improvisados. Mientras, los participantes del resto de los chats arremeten unos contra otros con más vehemencia – y hasta violencia –  que nunca y en otros, el silencio del ghosting se vuelve el recurso nuestro de cada día. Cada loco con su tema. Cada quien en su distopía.

Solo conectamos por medio de las redes sociales. Y éstas carecen de tono y empatía. Bendita tecnología, maldita tecnología. La culpa de todo la tienen los guionistas de cyberpunk. Crea universos y échate a dormir. Aíslate en sueños extraños cada noche y despierta para recordar que ésta, es nuestra nueva realidad.

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